domingo, 30 de octubre de 2011

Última hora.

Antes que nada, decir que esta publicación se ha hecho esperar de forma involuntaria. Ando muy ocupado,  encontrar un hueco no es fácil. De alguna, forma la publicación no me obedece al 100% porque una gran amiga y compañera me hizo prometer que lo haría. Coqueteé con rescatar algo del pasado, y al final me he decidido por algo nuevo. Una poesía que empecé no hace mucho y que dejé sin terminar, pero hoy mismo le he puesto rúbrica. A Bea Magaña le tengo que dar las gracias por el empujoncito. No sé si esta vez te servirá como inspiración o no, sólo espero haber cumplido la promesa y que te guste. Es la primera que publico con dedicación, así que tendrás la desgracia o la suerte, ¡qué sé yo!. Y poco más puedo añadir. Aquí queda. Un saludo a todos.
Se embelesó con las estrellas mudas

Mientras la noche moría

Se quejó en silencio a la luna

Mientras sus lágrimas le herían.

No habrá dolor igual en el mundo,

No habrá día que se lleve su amarga noche

Ni manos amables que suelten sus nudos.

Se pasó una mano por la frente gélida

Y a sus oídos llegó su propio lamento mudo.

Quería cerrar para siempre su alma

Y tragarse la llave, llorar hacia dentro.

Su corazón tembloroso vio que la vida se acaba

Y que el tiempo pasa como el arco de un violín,

como el agua de un río que muere en el mar

que los momentos pasados no vuelven a por ti.

En su mente flotaban los sueños como si fueran veleros

Mientras se terminaba de perder en las entrañas de la noche

Y perlas de plata iban rodando por sus cabellos

Que caían con suavidad, dejadas libres desde las mismas nubes

Aquéllas que vinieron por el oeste a cubrir las mudas estrellas

Las que acechaban desde arriba como fantasmas,

Las que cegaron sus  ojos, las que lo cubrían como una manta.

Se multiplicaron los puñales de hielo, se hicieron miles las saetas de azabache

El aliento escapaba, las palabras no existían, era ya el último instante

Era ya el último pensamiento que de su mente brotaba.

Obscuritas infinita. Silentium. Aeternitas.


Vor Eisenreich. 

sábado, 1 de octubre de 2011

Insania

Iba caminando con su gabardina ondeando al viento. En una mano llevaba un maletín de piel oscuro con  cierres plateados  y la apariencia de ser caro. Y en efecto, lo era. Alguien como él no podía llevar algo barato y común, de ninguna forma. Eso sería como formar parte del montón de gente insulsa y sin talento que tanta repugnancia le producía. De hecho, si estuviera en sus manos, los mataría a todos, total, ¿qué más daba? Sólo eran carne de cañón para el Ejército y un rebaño sin criterio para las multinacionales y los medios de comunicación.
Cuando llegó hasta su coche, vio que junto a él había un perro de los que no tienen dueño, ni nombre y que por no tener no tenía ni raza.
-       ¡Maldito chucho! ¿Quién te ha dejado entrar aquí?
El animal lo miró con las orejas gachas, temeroso. El hombre se le acercó haciendo aspavientos con el maletín y el perro se hizo un ovillo sin moverse del sitio hasta que de repente levantó las orejas y las movió como si de encontrar un sonido lejano se tratara. Se había puesto rígido y enseñaba los dientes mientras retrocedía poco a poco. Súbitamente salió corriendo y desapareció en la oscuridad del parking. Sin inmutarse por el cambio de actitud del cánido, desconectó la alarma, abrió la puerta del conductor y se sentó al volante tras dejar el maletín en el asiento de copiloto. Salió del aparcamiento y puso la radio.
Tras enfadarse y maldecir en los atascos a todo lo viviente, llegó a su casa. Se comió  un sándwich y luego se metió en el cuarto de baño. Se dio una ducha y cuando acabó, se miró en el espejo. Estaba orgulloso de sí mismo, pero tenía razón: ganaba tanto dinero como quería, tenía a la mujer que quisiera sólo con su sonrisa y un par de carantoñas, sus compañeros de trabajo lo envidiaban y murmuraban cuando pasaba de camino a su descomunal despacho (que por supuesto no eran sus amigos, pues él no tenía amigos, pues consideraba que los amigos son una carga muy pesada que lo complica todo) y tenía todo que materialmente puede adquirirse para vivir en el lujo. Su forma de pensar no era mala, no era incorrecta como decían los hipócritas: cualquiera se cambiaría sin pensarlo ni un momento por él si pudieran. Lo llamaba “loco”, “despilfarrador”, “creído”, “inconsciente” y otra sarta de burdos insultos de imbéciles que no eran capaces de sobresalir del rebaño, como él mismo hacía. Se vistió, se perfumó y se peinó con esmero. Esa noche saldría a buscar a una chica que conoció meses atrás en una joyería en la que trabajaba de dependienta. Físicamente no estaba nada mal para su gusto, aunque tenía un trabajo demasiado simple para lo que su pirámide de necesidades exigía. Sin embargo, era un capricho a su alcance.
Fueron a cenar a un restaurante de lo más exquisito donde sólo los muy pudientes podían permitirse siquiera un canapé. La muy boba estaba convencida de aquel despropósito de los sentimientos y por eso estaba aquella noche frente a él en aquella mesa para dos: quería hacerla suya de una vez. Lo único que hacía que la siguiera viendo era el deseo de poseer lo inalcanzable, de poseerla a ella.
            Tras la cena, la llevó a su piso, un odioso apartamento de chica. La convenció para que lo dejara entrar y acabaron en la cama.
Estaba tumbado en un algún lugar desconocido y era como si acabara de despertar de un largo sueño. Cuando consiguió enfocar la mirada, descubrió con horror que estaba rodeado de  ratas, serpientes y arañas, arañas tan grandes como una mano. El terror lo invadió y tenía que hacer algo sin tardanza. Su cuerpo estaba paralizado y tampoco salió ningún grito de su garganta. Estaba a merced de aquellos animales repulsivos. Lo peor no era que no pudiera  moverse, sino que no podía al menos gritar para desahogar la angustia que le invadía el cuerpo y el espíritu. En ese momento, la luz se fue. Quedó a oscuras y un trueno sonó como un cañonazo inexorable y terrible. El estampido cesó y notó que los animales se movían en la penumbra y subían a su cuerpo. Sabía que iba a morir y cuando uno intenta escapar de la muerte, su miedo se dobla. Una serpiente pasó reptando sobre sus ojos con su piel fría, escamosa y resbaladiza. Cerró fuertemente los párpados y la serpiente fue como una venda mortífera.
Pero aquella visión sólo había sido una pesadilla y nada más. Estaba tumbado en la cama junto a la chica, donde había permanecido toda la noche. Se levantó, se vistió sigilosamente y se fue. Otra que no se resistía a caer en sus brazos, pero al oponerle resistencia, había más valor en el premio.
De nuevo, como otro día cualquiera, fue al trabajo. Todo transcurrió con normalidad y el mal sueño cayó en el olvido. Sin embargo, cuando acabó la jornada, volvió a ver otra vez al perro, pero esta vez un poco más lejos. El animal guardaba las distancias. Mejor así, pues si no seguro que le estropeaba el coche y tendría que castigarlo de alguna forma, ¡maldito chucho sarnoso!
Pasó el tiempo y volvió a verse con la chica. De nuevo, la llevó a su casa y acabaron acostándose. Mientras más difícil es alcanzar una meta, más valor tiene el hecho de llegar a ella y por eso había vuelto a la joyería. Pero además, quería experimentar si la pesadilla y la dependienta tenían algo que ver.
Estaba tumbado boca arriba y sobre él había un cielo gris, plomizo, pesado y sombrío. Un viento frío y seco le provocó un estremecimiento. ¿Qué pasaba? La incertidumbre de qué ocurriría a continuación le producía pánico. Era incapaz de moverse y de articular palabra alguna. Casi sin percatarse, una fuerza sobrenatural lo incorporó hasta  erguirlo por completo. Ante sus ojos había un precipicio infinito y lóbrego. Estaba tan cerca del borde que el mismo roce de la brisa podría hacerlo caer para la eternidad. Parecía que no había allí nada ni nadie. Estaba sumido en la soledad y un nudo en el estómago no lo dejaba respirar. Nadie para ayudarlo o al menos que le diera ánimos o le hablara. Tan desamparado estaba como el primer ser humano o, ¿quién sabía?; si como el último. Súbitamente una voz gutural empezó a hablar a sus espaldas:
-       Tu historia se acaba, moriturus. Tuis finis hoc et nunc est!*
Las palabras finales sonaron a algo semejante a un ladrido. Y lo peor de todo es que no podía ver a quién o qué le hablaba. Estaba perdido sin remedio. Se le helaba la sangre en las venas.
·         [… ] moriturus. Tuis finis hoc et nunc est!*: … el próximo a morir. Tu fin está aquí y ahora.
De nuevo todo era un sueño horrible. A su lado dormía plácidamente la muchacha. No sabía si era coincidencia o no, pero lo cierto es que las dos veces que había dormido con ella, las dos veces tuvo pesadillas. Empezó a preocuparse, pero de nuevo, se vistió y se fue sin hacer ningún ruido para trabajar.
Era la segunda vez que le ocurría lo mismo y ya empezaba a preocuparse. Hasta ese momento no sabía lo que era el miedo. Y lo peor era que no tenía a nadie a quien contárselo y se pasaba horas pensando en lo mismo. Seguía viéndose con la dependienta y seguía ocurriendo lo mismo. Lo asaltaban las pesadillas y cada vez estaba más furioso porque no sabía exactamente a qué se debían sus malos sueños. Cavilando llegó a la conclusión de que sólo pasaba cuando dormía con ella.

Era una persona que no creía en más allá, ni en el karma, ni en dioses ni demonios ni en la influencia de las buenas o malas acciones. Todo eso eran bobadas que la gente usaba para explicar sus fracasos y sus mediocridades. Pero a pesar de ello, empezaba cuanto menos a cuestionarse sus ideas. Las pesadillas fueron en aumento y su realismo aumentaba. Se empezó a obsesionar con todo ello y su vida cambió. Se ensimismó y dejó de cuidarse tanto como acostumbraba, necesitaba saber qué era aquello que lo torturaba. Y aquella idea sin fundamento de que la chica era el imán de sus malos sueños, empezó a tomar forma con fuerza. Era posible que fuera la culpable de todo. No, estaba seguro: era la culpable de todo. Desde que la conoció empezó a sucederle todo lo extraño y malo que estaba viviendo. El odio germinó en su ser. Tenía la necesidad imperiosa  de acabar con aquel mal y volver a ser el triunfador que era, el conquistador, el ambicioso y libre de escrúpulos y remilgos, el que no estaba atado a supersticiones ni a ideales sin ton ni son.

Cuando se dio cuenta, la estaba buscando para una nueva cita. Ella aceptó de nuevo. Él se regocijó. Así tenía que ser.

Todo sucedió como de costumbre. Y como las otras veces, acabaron en casa de la amante confiada. De nuevo estaba entre las sábanas perfumadas y suaves de su cama.

Pero esta vez no dormía. El plan era otro: esperaba impacientemente a que se sumiera en un sueño profundo. Tenía que ser extremadamente cauto y calculador, dos cualidades que le valieron su peso en oro en los negocios.

La miró con atención. Su pecho subía y bajaba lentamente. El pelo, como una cascada sin control, se derramaba sobre la almohada alborotado y libre. Una tirante caprichosa resbalaba por uno de sus hombros. Podía apostar todo lo que tenía a que la condenada dormía como un tronco. Ahora la tenía a su albedrío, como él buscaba.

Como un felino, se subió sobre ella con un movimiento rápido y certero. En medio de las sombras, le cubrió la cara con la mullida almohada y presionó con todas sus fuerzas sobre el rostro de la muchacha. Apretó tanto que sus nudillos se volvieron blanquecinos. Ella se despertó sintiendo que el aliento se le agotaba. Empezó a moverse y a gritar pero sus gritos se iban a morir contra aquello que le ocultaba el rostro.

Intentaba liberarse con todas sus fuerzas, pero era inútil. A su favor sólo tenía unas manos pequeñas y unas muñecas frágiles y débiles, mientras que él tenía además del físico la sorpresa de cara. Era más fuerte, pesado y estaba decidido a matarla. Cada vez menos, el cuerpo se arqueaba y se sacudía, pero pronto sólo se movía ya con los estertores que pusieron punto y final a su agonía.

¡Por fin! Había logrado deshacerse de ella. Con lentitud le retiró la almohada de la cara y vio sus ojos en blanco mirando a ninguna parte. Se sintió feliz y lleno de fuerza. Salió orgulloso de la cama y la miró. Luego, con las dos manos la agarró del cuello y la levantó sin esfuerzo. Puso sus caras a la misma altura y la miró sonriendo. Todo había sido fácil y rápido.

-¿Qué pasa? ¿Acaso te he sorprendido? Es que te veo con los ojos muy abiertos y sin respiración. A mí me encanta dar sorpresas, ¿sabes?

Se rió con unas carcajadas demenciales y empezó a danzar con el cuerpo sin vida por la habitación. Cuando se cansó de aquel macabro baile de la victoria, se detuvo en seco,  la miró con odio y la lanzó sin esfuerzo contra el suelo.

-Ése es tu sitio, escoria. Casi has podido conmigo, pero sólo “casi”. Mírate ahora: además de la oveja del montón sin talento y sin ninguna valía que ya eras, encima te conviertes en un guiñapo sin vida.

De nuevo, se sacudió con una risa descontrolada ante sus ocurrencias. La miró por última vez con desprecio desde su pedestal. Era superior a ella en todo y nunca se uniría con alguien de escalones inferiores como ella. Jamás lo haría.

Al abandonar el apartamento, se encontró con el perro del parking. Tenía los pelos del lomo erizados y gruñía. Sin embargo, tenía miedo de acercarse siquiera al asesino. Y él lo sabía. De hecho, todos tenían que tenerle miedo.

-       Al salir te atropellaré, asqueroso. Aprenderás a no mirar mal a la gente, pero claro, ¿qué puede saber un perro de la basura como tú? De todas maneras, me da igual: te pasaré por encima lo entiendas o no.

Se sentía tan feliz que hasta hablaba con un perro de la calle. Estaba exultante con su nuevo triunfo. Se subió al coche y abrió una botella de whisky. Dio un trago largo y se limpió la boca con el dorso de la mano. Arrancó el motor que rugió como una  bestia infernal y se dirigió a una carretera sin soltar la botella. Se miró al espejo y fue consciente de su aspecto actual.

-       ¡Vaya pintas! Tendré que dar un cambio de imagen o me confundirán con un vagabundo del metro, un maldito parias.

Ente el alcohol y la velocidad, más poderoso se sentía cada vez. Era un caballo desbocado. De pronto, empezó a hacer frío dentro del coche y encendió la calefacción, pero el frío iba en aumento. Quizá sería por el hambre y el cansancio. Con ambiente gélido y enrarecido su alegría se diluyó como un puñado de arena que se lanza al agua del mar. Se quedó aturdido y la botella escapó de su mano. Al ir a recogerla, vio que todo el suelo del coche esta atestado de ratas, arañas y serpientes. Se quedó petrificado y en medio de un mutismo aterrador.

El fogonazo cegador de un relámpago cruzó el cielo como un dragón de luz blanca y a continuación un trueno lo rompió con su estampido. Parecía que el maldito cielo se caería a pedazos sobre él. Matar a la joven no había sido suficiente después de todo.

-       Tú …

La voz gutural de sus pesadillas le habló y sintió un aliento frío en la nuca que le erizó el vello.

-       … no eres nadie. No representas nada. Creías que controlarías el odio, la furia y la soberbia, pero se han vuelto contra ti. Nunca has sido señor de tu destino.

No creía aquello que estaba sucediendo. El tormento lo perseguía ahora también en la vida real, ya no sólo lo acosaba en las pesadillas.

La legión de criaturas que se arrastraba o que corrían entre sus pies, empezaron a subir.

-       … moriturus, Inferos te sperant!

Como una exhalación el coche se salió en una curva cerrada y convirtió el arcén en un amasijo sin forma. Con violencia salió disparado del asfalto y cayó rodando por una ladera angosta y llena de maleza hasta estamparse contra unas rocas. Los cristales se desintegraron y se convirtieron en una lluvia que cubrió el suelo de pequeños destellos.

Tras el golpe seco final, una lechuza blanca que resaltaba sobre el cielo como la espuma en los mares oscuros, salió de la copa de un árbol y se alejó cruzando la noche como un fantasma sin voz.






























-       * moriturus, Inferos te sperant!: el que va a morir, ¡los Infiernos te aguardan!